Donald Trump ya tiene su mártir

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Columna Olor A Dinero

Feliciano J. Espriella

Donald Trump ya tiene su mártir

Vienes 12 de septiembre de 2025

Quienes como Donald J. Trump hacen de la confrontación su religión, necesitan mártires. Para ellos, la muerte de un seguidor no es tragedia, sino combustible político. El caído se convierte en santo patrono de la causa: símbolo de lealtad, bandera que impide cuestionamientos y excusa perfecta para radicalizar a las masas.

La historia es pródiga en ejemplos. Desde los regímenes totalitarios del siglo XX hasta las cruzadas religiosas, los mártires son el recurso propagandístico más rentable. Convierten la causa en misión divina y a los disidentes en traidores. Pregúntele a cualquiera que haya intentado discutir con un fanático: la muerte del “hermano” se vuelve argumento irrefutable.

Por eso, lo que ocurrió el miércoles en la Universidad Utah Valley no tardó en encontrar molde. El asesinato de Charlie Kirk, activista conservador y rostro visible de la derecha juvenil norteamericana, fue narrado desde el minuto uno como el nacimiento de un “mártir”. El jueves en la mañana, Benny Johnson —otro influencer de la misma corriente— lo dejó claro en X: “Charlie Kirk es un mártir. Y los mártires solo se vuelven más poderosos”.

Donald Trump, fiel a su instinto de animal político, no se quedó atrás. Apenas unas horas después, al iniciar su discurso en la ceremonia del 11 de septiembre, anunció que entregará a título póstumo la Medalla Presidencial de la Libertad a Kirk, a quien definió como “un mártir de la verdad y la libertad”. Con eso, la tragedia personal quedó oficialmente transformada en capital político.

No es la primera vez que Trump convierte la desgracia en espectáculo. Lo hizo con los soldados caídos en Irak y Afganistán, cuando los elevó como argumento contra quienes se atrevían a cuestionar las guerras. Lo hizo en 2021 con los seguidores muertos en el asalto al Capitolio, a quienes retrató como patriotas y prisioneros políticos. Y ahora lo hace con Kirk: el mártir perfecto para su narrativa de persecución y cruzada moral contra “la izquierda radical”.

La jugada es clara. Con el país polarizado, Trump sabe que la emotividad pesa más que la razón. Un mártir es más eficaz que mil discursos. No importa que detrás de la figura haya contradicciones, excesos o fanatismo. Lo esencial es la utilidad política: con Kirk convertido en símbolo, cada crítica al trumpismo se puede acusar de “traición a su memoria”. Cada acto de represión contra la ultraderecha se venderá como persecución. Cada seguidor reclutado será “inspirado por el sacrificio de Charlie”.

En este tablero, Trump se mueve como pez en el agua. Mientras los demócratas intentan mantener la narrativa en la racionalidad —inflación, migración, economía—, él opera en la emocionalidad: fe, patria, sacrificio, martirio. Y ahí, por desgracia, tiene las de ganar.

El riesgo para Estados Unidos no es solo la radicalización de un sector de su población, sino la institucionalización del fanatismo. Cuando el presidente en funciones convierte a un activista asesinado en héroe nacional, no está reconociendo una vida: está construyendo un relato para blindar su causa. Y ese relato puede volverse más fuerte que cualquier argumento democrático.

Lo que vimos esta semana es apenas el inicio de un nuevo capítulo. Trump ya tiene su mártir. Y con él, la excusa perfecta para exigir lealtad absoluta, para movilizar a sus bases, para justificar lo que venga. La política norteamericana entró a un terreno más oscuro, donde la tragedia deja de ser humana para convertirse en mercancía electoral.

Quién siembra vientos, cosecha tempestades

Pero si se habla de mártires, conviene también hablar del personaje detrás del mito. Charlie Kirk no fue un joven idealista cualquiera, ni un apóstol de la paz. Fue, desde su tribuna en Turning Point USA, un férreo promotor del estatus actual de la libre venta de armas en un país que sangra a diario por tiroteos masivos. Defendía la Segunda Enmienda no como derecho constitucional, sino casi como mandato divino: un dogma incuestionable.

También justificó la masacre de Gaza, presentándola como “defensa legítima” de Israel, y se permitió elogiar sin matices a Benjamín Netanyahu, un líder señalado en todo el mundo como responsable de crímenes de guerra y políticas de limpieza étnica. Para Kirk, los palestinos muertos eran simples daños colaterales de una batalla que él entendía como bíblica.

Era, además, un joven de ultraderecha en toda la extensión del término: intolerante, sectario, con una religiosidad tan fervorosa como excluyente. Sus discursos estaban llenos de llamados a la confrontación cultural, de insultos contra feministas, migrantes, progresistas y cualquiera que no compartiera su credo. Su carisma atraía a multitudes, pero su mensaje sembraba odio.

Por eso, la tragedia de su asesinato —independientemente de lo condenable que es toda violencia— no puede despegarse del contexto. Quien promueve armas, violencia y exclusión termina abonando al clima que lo rodea. Kirk cosechó la tempestad que él mismo ayudó a desatar.

Trump lo sabe, pero lo necesita. Porque la política del mártir no se alimenta de verdades, sino de símbolos. Y en ese terreno, la figura de Kirk servirá para fortalecer al caudillo, aunque el legado real del activista no sea la libertad, sino la intolerancia.

Así, entre la exaltación de sus seguidores y el oportunismo de su líder, Charlie Kirk pasará a la historia no como víctima, sino como pieza de utilería en el gran teatro de la polarización. Y con cada aplauso que reciba su memoria, la democracia norteamericana dará un paso más hacia el abismo.

Me despido con un comercial: sintonicen a las 6:10 AM, “La Caliente” 90.7 FM., el colega y amigo José Ángel Partida me abre un espacio en su noticiero en el que comentaremos con más detalle esta columna. ¡No se lo pierdan!

Por hoy fue todo, gracias por su tolerancia y hasta la próxima.

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