Columna Olor A Dinero
Feliciano J. Espriella
Hiroshima: la marca imborrable de la infamia
Jueves 7 de mayo de 2025
Ayer, 6 de agosto, se cumplieron 80 años del día en que la humanidad se miró al espejo… y se horrorizó. Fue una mañana soleada de verano en Hiroshima cuando, sin advertencia previa, Estados Unidos arrojó sobre esa ciudad japonesa la primera bomba atómica de la historia. El infierno descendió del cielo a las 8:15 am y, en un parpadeo, unas 80 mil personas murieron de forma instantánea. La cifra final de víctimas, incluyendo los que sucumbieron lentamente a la radiación en los días, semanas y años siguientes, se estima en más de 140 mil.
Hiroshima no fue un acto de guerra. Fue un crimen de lesa humanidad. Un experimento despiadado que combinó la ambición geopolítica con la deshumanización del adversario. Y que, bajo el manto del “fin de la guerra”, pretendió justificarse ante los ojos del mundo como una medida inevitable. Pero ninguna lógica táctica ni ninguna victoria militar podrá borrar el hecho incontrovertible: ese día, el gobierno de Estados Unidos cometió uno de los actos más infamantes de barbarie en toda la historia de la civilización.
No fue una batalla. No fue un enfrentamiento armado. Fue el asesinato masivo, repentino y deliberado de civiles —mujeres, niños, ancianos, familias enteras— convertidos en polvo y sombra por una sola orden firmada desde la comodidad de un despacho. Hiroshima, y tres días después Nagasaki, no fueron solamente ciudades destruidas; fueron advertencias al mundo de hasta dónde puede llegar el envilecimiento humano cuando la tecnología, el poder y el desprecio por la vida convergen.
Y así como recordamos las atrocidades cometidas por regímenes totalitarios en Europa durante esa misma guerra, debemos mirar con la misma severidad y sin ambages el horror cometido por la democracia que hoy se erige como defensora universal de los derechos humanos. Porque no hay justificación moral posible cuando el costo es la incineración instantánea de miles de vidas inocentes.
Ocho décadas después, el mundo sigue atrapado en la misma lógica perversa de las armas como método de dominación. La sofisticación de los arsenales ha crecido, pero la ética de quienes los manejan no ha avanzado un centímetro. La historia de Hiroshima no es una lección aprendida; es una advertencia ignorada.
Y para muestra, basta mirar hacia Gaza. Hoy, mientras conmemoramos a las víctimas de aquel 6 de agosto de 1945, debemos también levantar la voz por los miles de infantes, mujeres y ancianos palestinos que han sido asesinados a mansalva por el Estado de Israel. Bombardeos indiscriminados, desplazamientos forzados, escasez de agua, hospitales destruidos… ¿No nos suena demasiado familiar?
La impunidad con la que se repite la barbarie en distintas geografías —y siempre contra los más vulnerables— es síntoma de que la humanidad no ha aprendido nada. Hiroshima debería habernos enseñado que el uso desproporcionado y brutal de la fuerza no conduce a la paz, sino a la perpetuación del odio. Pero seguimos celebrando la tecnología militar como si fuera símbolo de progreso, y justificando matanzas con discursos de seguridad nacional o defensa preventiva.
Al mirar hacia atrás, lo que arde no es solo la imagen de la nube en forma de hongo, sino la certeza de que fue producto de una decisión consciente, planeada y ejecutada con frialdad quirúrgica. Hiroshima no fue el precio de la paz; fue el precio de la arrogancia.
Ayer, como cada año, miles de japoneses se reunieron en el Parque Memorial de la Paz para recordar a los muertos. Guardan silencio. Encienden faroles. Lloran. Y oran.
Tal vez sea momento de unirnos a esa oración. No solo por las víctimas de hace 80 años, sino por las de hoy. Por los niños de Gaza. Por las madres palestinas que entierran a sus hijos sin poder siquiera llorar con libertad. Por los cuerpos sin nombre. Por las voces silenciadas por el estruendo de las bombas.
Oremos, sí. Pero también hablemos, denunciemos, exijamos. Porque lo que ocurrió en Hiroshima no puede repetirse. No debe repetirse. La humanidad ya ha sido marcada por el fuego una vez. No permitamos que lo sea de nuevo por la indiferencia.
Por hoy fue todo, gracias por su tolerancia y hasta la próxima