La cantante y pianista canadiense ofreció su primer concierto en nuestro país en cinco años
Kevin Aragón | El Sol de México
Ojalá hubiera quien pudiera tocar las letras en un teclado del mismo modo con que la canadiense Diana Krall toca el piano. Así, podríamos tener alguna conciencia real del amoroso regalo que ella y sus músicos le entregaron a México, durante la noche del pasado 10 de noviembre, en el Auditorio Nacional.
Sin preámbulos, ni cortinas, ni visuales, ni oscuridad total (de esas que buscan acentuar las expectativas), Krall caminó frente al coloso hacia su piano, donde había varias partituras con anotaciones, que apenas y volteó a ver.
Luego, con sus músicos, entre los humores del escenario y el ámbar de los cenitales y lámparas de pie —que convirtieron al recinto en una esquina de Nueva Orleans o, por momentos, en la íntima complicidad de un club jazzero— comenzó a tocar.
Era su propia versión al bebop de I Love Being Here With You, la canción que hizo trascender a la estadounidense Peggy Lee en 1961, y que comienza así: “Amo el oriente, amo el occidente;/y el norte y el sur, todos son lo mejor./Pero sólo quiero ir allí como invitada,/porque lo que amo es estar aquí, contigo”.
¿Y dónde era “aquí”, en esa noche sin puntos cardinales, en ese momento de música y en ese instante de penumbra al que refiere la canción? La Ciudad de México, la misma que Diana no había visto desde hace cinco años, y a la que en toda la noche, entre canción y canción, no se cansó de decirle que la amaba, algunas veces tímidamente en español.
“Ha pasado mucho y estoy muy contenta de verlos, este es uno de mis lugares favoritos para tocar. Los he buscado desde hace tanto y, ahora, puedo decir que se siente como estar en casa aquí. Desde que venía del backstage ha sido una maravillosa sensación la vibra.
“Todo es maravilloso, en verdad, muchas gracias”, dijo, luego de haber reinterpretado algunos clásicos, como Let’s Do It, Let’s Fall in Love, de Cole Porter; This Can’t Be Love, que alguna vez cantó la gran Ella Fitzgerald, que según contó Diana, de voz grave y suave como de arena, fue la primera que aprendió en su vida.
Huellas del swing, del blues, de la balada, la bossa nova y hasta un poco de pop rock se percibían en fusión de las cuerdas y las percusiones del cuarteto en el escenario; mientras cada espacio entre estrofas se abría para dar paso a la improvisación y el feelling.
En You Call It Madness, también de Nat King Cole, alguien terminó por gritarle a Robert Hurts, el bajista “¡maestro!”; en Night and Day, la gente aplaudió la forma en que Karriem Riggins se apropió de la batería, tocándola no sólo con baquetas, sino sus propias manos; y en Cheek to Cheek, varios soltaron gritos incontenibles e instintivos ante sus solos de guitarra.
Todas las canciones que interpretó Diana Krall las hizo suyas y del público, en una especie de trance, donde su mirada plácida, lucía distante y cercana al mismo tiempo. Provocada también por gran su capacidad para cortar los versos y su facilidad para encabalgarse suave y melancólicamente entre sílabas rotas; por su estremecimiento ante versos como: “Porque te tengo bajo la piel/ sacrificaría todo, pase lo que pase,/por tenerte cerca”, con cierto aire a saudade, la melancolía inexplicable del bossa nova.
La noche se despidió con dos de las canciones más aplaudidas, una de ellas, indudablemente por el fantasma de Frank Sinatra, que provocó que todos aplaudieran acompasadamente: Fly Me To The Moon, escrita por Bart Howard. Fue una gran noche para el auditorio y los músicos, para Diana, que se entregó hasta el “suicido pianístico”, contra toda regla clásica de la música, a favor del Jazz and Love.